"El amor, un anhelo al sosiego divino" por Isabel Otilio Garduño
El amor, un
anhelo al sosiego divino
de Isabel Otilio Garduño
Introducción
Uno de los
sentires más agrestes como deleitables que la vida misma nos ha otorgado y que
se presenta de manera constante en la naturaleza de todos los hombres es, sin
duda alguna, el amor. San Agustín en su fecunda obra denominada: “La ciudad de Dios”, nos
presenta de manera fundamental, la noción del amor y su correspondencia con el
hombre en su búsqueda por la quietud divina que proporciona Dios, concepción
que a propósito de este escrito considero importante de ser analizada. Uno de
los motivos más grandes del porqué me vi inclinada a redactar sobre esta
temática es el hecho de concederle un papel relevante al amor como fundamento
de mis acciones, y por un interés que se me ha presentado de manera constante al
leer las palabras de San Agustín así como a otros pensadores medievales, donde hay
nociones que trascienden el pensamiento y sólo se pueden describir en un
sentir.
Hemos
banalizado la vida, las cosas en el mundo las miramos de manera evidente,
olvidando que detrás de si esconden una complejidad inaudita, el para qué de
este escrito parece insignificante pero quisiera que recordemos esa búsqueda persistente
del hombre por sentirse completo, en sosiego y que, para San Agustín, será una
lucha constante del individuo en este mundo para librarse del temor y aspirar a
una autosuficiencia frustrada.
Este escrito no tiene por ambición alguna
hablar de toda la basta concepción que se deriva del pensamiento agustiniano
respecto a la noción del amor, sino, analizar las palabras de la cita rescatada
del libro Vlll de “La ciudad
de Dios”, ubicada en el apartado 8 que toma
como nombre “También en la filosofía moral los platónicos tienen la primacía”,
y que reza de la siguiente manera:
[1]Quien goza
de aquel a quien ama, y ama el verdadero supremo bien, ¿quién, sino alguien muy
depravado , negará que es feliz?
Desarrollo
San
Agustín comienza de manera muy interesante esta cita, al decir: “Quien goza de aquel a quien ama, …”
la noción del goce es, en un sentido, muy profunda, pues el hombre pone su
disposición y espíritu en aras de un fin que anhela, un fin que espera pueda
otorgarle quietud, y le sea permanente; el goce es difícil de ser expresado es
como si el espíritu estuviese en consonancia con lo otro, es decir, en relación
con el objeto de sus deseos, en ese sentido, puede ser que gozar sea, por un
momento, dejar de ser hombres para sentir una completitud que no es propia de su
naturaleza y que se desea hacer perpetua. Una de las preguntas más
fundamentales que podemos cuestionarnos de esta cita es: ¿Por qué gozamos o
disfrutamos?, parece que es algo que todos hemos experimentado, al momento de
hablar con alguien o cuando nos cuestionamos sobre alguna cosa; tal vez usted,
que en algún momento realizó algo que lo haya colmado de dicha y no pudo describir
esta noción más que en un sentir.
Retomando
la cita: “Quien
goza de aquel a quien ama, …”, podemos interpretar que cuando
se ama, el amante trata de tomar posesión del bien que le hará feliz, anhelando
a su amado y percibiendo que este terminará con sus temores, desea alcanzar y
hacerse uno con él, hacerlo parte de su propio ser, como sucede en el acto carnal;
cuando alcanza y toma posesión del objeto de sus anhelos lo goza y lo colma de
dicha, en cuanto a la relación del goce y el amor, queda por preguntarse, ¿El
goce no es acaso el culmen del amor?
Continuando
con la siguiente parte de la cita : “Quien
goza de aquel a quien ama, y ama el verdadero supremo bien, …” ,
San Agustín en esta parte nos devela una perspectiva muy importante, el hombre
puede anhelar cosas muy diversas, empeñando su espíritu y disposición en aras
de aquello que concibe como su felicidad, sin embargo, cuando nos menciona “y ama el verdadero supremo bien”
se está suponiendo que el hombre puede caer en el yerro al decidir qué cosa
debe amar, pues existe un supremo y bien mayor, en ese sentido el individuo puede
poseer una inclinación o amor por las cosas mundanas, llegando a confundir los
medios como si fuesen fines, es por ello que debe querer las cosas en su justa
medida y correspondencia, otorgándole un lugar mayor al fin supremo, pues el
goce que generan las cosas terrenales (ya sea una cosa o una persona), se ve
constantemente frustrado en su afán por permanecer y conservar un sosiego que
parece ser inalcanzable.
El
amor que tiene como propósito alcanzar el verdadero supremo bien, es ordenado y
puro, no conoce el temor y tiende a la eternidad, caso contrario cuando amamos
las cosas terrenales, sentimos un miedo irrefrenable cuando hay amenaza alguna
de perder el objeto de nuestros anhelos. Nosotros en esa búsqueda por sentirnos
completos llegamos a olvidar nuestra naturaleza, pues cuando amamos nos
sentimos en sosiego como si nada nos faltase, sin embargo, el acto de amar
supone una relación o dependencia con los otros, asimilamos de este modo que
algo nos hace falta y que ansiamos de manera desesperada obtener un bien del
otro, que no nos pertenece pero que deseamos fundir en nosotros, tal vez en un
modo reflexivo y en este contexto, podemos decir que nuestra vida está
caracterizada por buscar algo que amar y que pueda darle dignidad a la propia
existencia.
El
Sumo Bien, al que aspiramos todos los hombres como meta última, no posee una
naturaleza transitoria, como las cosas terrenales, sino, una plenitud que
únicamente se encuentra en la vida eterna, en donde se ama a Dios de manera
altruista y por sí mismo, de este modo, la lucha permanente que asedia a los individuos
durante toda su estadía en la vida terrena tendrá su fin. En la Ciudad Celestial sus
ciudadanos viven de acuerdo con el espíritu, dejando de lado los intereses de
la carne, es decir, viviendo de acuerdo con el Supremo Bien y no en
concordancia con los bienes inferiores que elige el hombre en la tierra, estos
ciudadanos podrán dedicarse a descansar, dejar de lado sus temores y contemplar
genuinamente a Dios, pues es el sumo bien que no es capaz de ser poseído en la
tierra.
Sin embargo, no podemos interpretar que todo
lo que habita en la Ciudad terrena tiene que ser despreciado, muy por el
contrario, debemos amar y gozar de las
cosas que habitan en ella, ya que provienen de Dios, en este sentido, se debe amar
al mundo como un medio para llegar al Supremo bien, el error que cae en
nosotros es no poder distinguir claramente que cosa se debe anhelar con mayor
prioridad, por ello, los bienes inferiores nos llegan a ofuscar en la búsqueda por la plena felicidad; cuando San Agustín
nos expresa en la cita: “ amar
el Supremo bien”, no debemos olvidar que es correcto vivir
amando la estadía en el mundo terrenal, no perdiendo de vista que somos
peregrinos en este mundo, y aunque lo apreciemos, sabemos que aspiramos a vivir
en una morada eterna que proporciona una felicidad que no es propia de la
naturaleza humana en la Ciudad terrena.
Analizando
la última parte de la cita: “Quien
goza de aquel a quien ama, y ama el verdadero supremo bien, ¿quién, sino
alguien muy depravado , negará que es feliz?”, tomando
en cuenta las perspectivas señaladas al comienzo de este escrito, el amante
anhela a su amado pues lo proyecta como si fuese el fin de su búsqueda por
sentirse pleno y completo, sin embargo, en muchas ocasiones se equivoca con
respecto a lo que convierte como el objeto de su amor, aunque, no por ello deja
de sentir goce cuando toma posesión de ese bien ansiado, la única diferencia
cuando se ama el Supremo Bien es que esa sensación de plenitud es eterna e
inmutable, caso contrario cuando se aman las cosas equivocadas donde el goce es
breve y se pierde fácilmente; en cuanto a la felicidad, sucede algo similar,
todos queremos ser felices, en mayor o menor proporción podemos manifestarlo
pero es una constante que se ve en nuestra naturaleza, anhelamos vivir bien,
sentir que nuestra vida se encuentra libre de calamidades y frustraciones, tal
vez, elegimos de manera errónea el objeto de nuestra felicidad, sufriendo por
la incapacidad de nuestra naturaleza al querer aspirar al infinito y no poder
poseerlo en este instante. Cuando el
amante ama lo que debe de amar, es decir, el Supremo Bien, puede asegurarse que
es feliz, ya que puede tener y conservar su bien mayor, no hay riesgo alguno de
perder su plenitud; parece que el hombre en la tierra persigue la felicidad
como si estuviese a su alcance olvidando que nunca podrá poseerla ya que ama
los medios como fines.
Conclusiones
El
hombre en su eterna búsqueda por encontrarle un sentido y propósito a sus
acciones vive deambulando, anhelando obtener su felicidad y sosiego, cuando
llega a amar experimenta una plenitud casi divina, sin embargo, como si la vida
en este mundo fuese en algún sentido trágica, esa tranquilidad es arrebatada de
manera inmediata, haciendo recordar a los individuos su frágil condición humana.
San Agustín nos recuerda una perspectiva fundamental sobre las acciones de
todos los hombres, mostrándonos que en cada uno de nosotros hay voluntades y motivos
del por qué nos vemos inclinados a obrar de un modo y no de otro, como del
mismo modo, la función del amor, pues parece ser el cimiento de todas nuestras
acciones.
Creo
que no debemos olvidar estas nociones tan fundamentales que San Agustín nos
muestra, en cuanto a nosotros queda por cuestionarnos, ¿Qué es la felicidad?, ¿Cuál
es el mejor modo de vivir?, ¿Vivimos cuando amamos?, tal vez parezcan
interrogantes sencillas pero puede ser que valga la pena preguntárnoslas
seriamente en algún momento de nuestras vidas.
Referencias
bibliográficas
San
Agustín. (2010). La ciudad de Dios (2nd ed.). Madrid: Tecnos.

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