La Muerte del Axolotl
Te di un cigarro con amor.
Fumaste mis sueños,
los pasaste por tu ombligo y los regresaste a la tierra.
No puedo evitar desear robarme tus besos de obsidiana, de canela y hueso,
y esconderlos bajo mi almohada,
y usarlos como amuletos para soñar con tu esencia eléctrica,
con tu aroma a lienzo,
con tu cabello que enreda mis manos.
Me perdí en el reflejo de tus lentes;
quería enraizarte entre mis brazos,
construirte un mundo de mi sangre y mis anhelos y que vivieras ahí,
pequeña catarina que navegó por mis cabellos y que ahora vibra en lo profundo de mi pecho.
Memorias van, memorias vienen, pero tu sombra sigue ahí.
Por favor, quédate un ratito más, pedacito de viento que recorre la sierra,
pues colmaste el cáliz de mi existir,
y me embriagué con lo fugaz de tu presencia.
Me fabricaste un deseo que no puede ser cumplido.
Un querer que sin quererlo se ha quedado en el papel de lo querido pero que no ha existido.
Me quedé deseoso de probar las aguas que reposan en tus dulces labios de niña mimada.
De convertirme en licor y derramarme sobre tus piernas,
de embriagarte con mis suspiros y de saciar mi sed con tu sudor.
Me quedé deseoso de ofrendar mi existencia en el altar de los sacrificios en honor a tu felicidad,
y de adorarte desde la flor de tu juventud hasta el silencio de tu tumba.
Pudo haber sido precioso,
pero sólo quedan las sombras a las que dedico mis besos,
que nunca llegan.
Y todos esos besos que recolecté de las flores y que eran para ti,
no recuerdo dónde los dejé,
gotita de rocío que alimenta mis amores.
En cuanto a mí,
extravié mis ojos,
quemé la hierba del campo,
y di a lamer mis heridas a los perros.
Tuve que renacer de la sangre y el vapor de las entrañas que las águilas desgarraron del gran Axolotl.

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